martes, 9 de mayo de 2017

El Padre y Yo somos uno...

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan 10,22-30.


Juan 10, 22-30


Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno,  y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.

Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".

Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.

Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.

Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.

El Padre y yo somos uno".

Palabra del Señor

Reflexión Padre J. Garcia
Jesús se declara Uno con el Padre. Es una pretensión escandalosa para los judíos, le preguntan si es el Mesías y Jesús les dice: si lo soy y lo dice una manera tan directa que los judíos lo consideran una verdadera blasfemia. Los judíos no pueden creer porque no lo siguen, solo en el seguimiento se descubre quién es Jesús, su persona y sus méritos. Hay además dos agregados a la  figura del Buen Pastor que nos llenan de confianza, Jesús da a su rebaño Vida eterna, Vida resucitada ya desde ahora y una nueva promesa que nos afianza en el seguimiento. Nadie las arrancará de mi mano. 
¿Quienes quieren arrancar las ovejas del rebaño? Los que niegan que Jesús es el Mesías.
En las palabras de Jesús esta la fuerza del amor,  actuando como seguridad para una comunidad perseguida, pequeña y frágil. Jesús agrega que son sus ovejas, porque se las ha dado el Padre y también las manos del Padre son fuertes y protectoras nadie le arrancará nada a las manos del Padre. 

Haz vida de tu bautismo...

Ha pasado Jesús treinta años en el misterio de Nazareth, escondido a los ojos de los hombres, oculto  a las miradas de la tierra y abiertos sus ojos a los del Padre. Se ha forjado el sacerdote, el hombre de oración; se ha forjado el profeta, el hombre de la palabra; se ha forjado el pastor, el hombre del servicio. Y ahora quiere volcar la vitalidad, el ardor, la energía que el Espíritu ha forjado dentro de su corazón, en el corazón de los hombres. Es la hora de incendiar la tierra; la hora de querer que todo arda. Es tiempo de levantar en llama viva todo hacia su Padre Dios.

Y deja la casa. Y le duele ver a su Madre del alma que llora al despedirse. Se han abrazado en profundo silencio el hijo y la madre. Sobran las palabras. El Padre Dios lo arranca de su casa, de sus cosas, de su tierra. Y, ligero de equipaje, comienza la andadura. Ahora el largo desierto de treinta años, se hace camino infinito hacia la tierra del corazón de la humanidad. Jesús camina solo. 

Lleva su túnica blanca, tejida por su madre; lleva su manto al viento, agitado por el Espíritu. Lleva un morral y un cayado.  Es el nuevo Abraham, el hombre de los caminos, el hombre sin lugar donde reclinar su cabeza.

¿A donde se dirige?  ¿Tiene rumbo su sandalia? ¿A donde lo conduce el Espíritu que lo anima? Jesús de Nazareth busca las aguas. Las aguas del Jordán. Busca liberación, hasta sumergirse en el fondo con toda la humanidad pecadora, para luego levantarse limpio, purificado, libre. Es el momento del encuentro en las aguas, entre lo limpio y sucio, entre la esclavitud y la libertad. Entre el pecado y la gracia.  Es el hombre que se abre a la misión; es el Mesías, el enviado del Padre, en busca del Espíritu de su Dios para ser ungido.

Jesús es uno de tantos, lleva la luz oculta en la humanidad, su vasija de barro. Lleva un tesoro escondido en su corazón para entregarlo a la humanidad y enriquecerla, Jesús el más bello de los hijos de los hombres, se ha colocado en la fila de los pecadores. Busca a Juan, el hombre recio y firme, la voz que clama en ese desierto del Jordán. Busca ser bautizado con un bautismo de penitencia, de cambio de vía,  de conversión. El Santo de Dios asume, en su amor universal, al hombre pecador; se siente pecado, quien no tuvo pecado. Es el misterio de su amor compasivo y misericordioso.

Juan se estremece. ¿Cómo es posible que el siervo bautice a su Señor? Y se resiste. Al final, la Palabra supera la voz. Y Jesús, en callado amor, con un grupo de hombres pecadores -la humanidad- se sumerge, en comunidad, en las aguas. Se ha abajado,  se ha humillado, se ha sepultado como experiencia pascual. Jesús es el Redentor, el Salvador de la humanidad. Es el nuevo Adán que nos entrega la vida divina.

Es el gran momento de la gran epifanía del Padre. Se rasga el cielo, se abre la gracia a la salvación, se hace cercano a lo distante. Es el momento en que el Padre proclama: "Este es mi Hijo amado, mi predilecto, en quién me complazco", Es el momento en que el Padre, lleno con el Corazón de gozo y júbilo, aplaude al hijo y le dice: "Qué bien, hijo. Así me gusta verte. Metido en la comunidad de los pecadores para que los liberes de la muerte, del pecado. Siento orgullo por ti, hijo amado, porque te has hundido hasta lo más bajo de la tierra donde has vivido: el pecado de la humanidad".

Es el momento en que el Padre derrama sobre el Hijo, su Espíritu de amor y verdad, su Espíritu de vida y libertad. Y sobre el enviado, mientras está orando, desciende la fuerza de lo alto, al ritmo y vuelo de la paloma. Cae sobre él con fuerza y poder, con dulzura y suavidad. Y Jesús es ungido, plenificado, y al mismo tiempo invadido en su humanidad y la nuestra por el Espíritu del Padre, esta fortalecido, con energía y fuerza, para llevar adelante la obra salvadora de la humanidad. Y el Espíritu encuentra en Jesús de Nazareth su nido, allí se ha escondido, allí fecunda al hombre Jesús con sus gracias, dones, carismas, Allí el Espíritu posee la humanidad de Jesús y lo convierte en el sumo eterno Sacerdote, con más fuerza, lo convierte en el profeta de Dios, que anunciará y denunciará el mal de los corazones y los abrirá al bien. Allí el Espíritu alentará al Rey y Pastor para que se lance en busca de las ovejas perdidas, para devolverlas al único redil.

Es el momento del gran bautismo de Cristo en el fuego y sangre de la Cruz. Es el signo de nuestro bautismo, donde fuimos sumergidos en el Jordán del costado de Cristo, donde su sangre y agua nos purificó y nos dió una vida nueva, "la vida nueva de Cristo". Por el bautismo he recibido el amor del Padre, la gracia del Hijo y la vida del Espíritu Santo. Por el bautismo, en el agua y Espíritu, Dios es mi amigo. Soy templo, morada, mansión de la Trinidad, ese gran tesoro escondido que llevo en la arcilla de mi pobre corazón.

Y en  mi bautismo, nuevo nacimiento a la vida de Dios, recibí la fe, que es la configuración con Cristo que me lleva a amar con el amor de Dios. Por el bautismo fui injertado en ese árbol robusto de la Iglesia, y en ella y con ella soy sacerdote, profeta y pastor. Y esa riqueza me lleva a dar esa vida en abundancia en la construcción del Reino.

Por el bautismo soy peregrino, con Cristo, bajo la acción del Espíritu, al encuentro del Padre. Camino en la comunidad de la Iglesia, camino con el deseo ardiente de llegar al Reino definitivo. Es tiempo de compromiso. Es tiempo de lanzar a los cuatro vientos mis riquezas bautismales. Es tiempo de jugarme el tipo por la Causa de Jesús y su Evangelio. Quiero seguir a Jesús en su misión en la tierra. Quiero ser como él, sal, luz y fermento.

Emilio Mazariegos.