domingo, 11 de diciembre de 2016

DESPERTAMOS EN EL DESIERTO

(Mt 11,2-11)
Vivimos en el desierto. El desierto es el espacio donde habita la muerte. Todo está desolado y sin horizonte. Sólo hay soledad y muerte. No hay vegetación y la vida escondida está amenazada. El horizonte es arena y sol ardiente, y la sed de vida se hace amenaza sobre todos los que caminan por él.

¿Cuál es nuestro desierto? Porque vivimos en un desierto: "Nuestro mundo". Un mundo que se tapa los oídos y se hace sordo a la voz, primero del Bautista, y luego del mismo Mesías enviado y anunciado por Juan el Bautista. Un mundo que no ve ni oye; un mundo mutilado, que no camina, anclado en la comodidad y el placer. Un mundo hedonista y enfermo de lepra. Un mundo sometido a la esclavitud del pecado. Un mundo que rechaza la Palabra del Mesías.

Sin embargo, Juan recibe una respuesta de esperanza y de resurrección. El desierto despierta y la vida renace: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!». 

Ha llegado el Reino. Jesús está entre nosotros, y aunque no lo vemos físicamente, está en cada instante que sabemos incluir y no excluir; en cada instante que sabemos escuchar y no marginar; en cada instante que sabemos desprendernos de las lepras que nos asedian y tientan, y nos resistimos a ser desierto; en cada instante que decidimos abrirle en nuestro corazón un pesebre pobre y sencillo para acogerlo y acoger. 

Sí, se hace Navidad cuando posibilitamos la alternativa de nacer de nuevo. Tal y como hizo Juan el Bautista, cuando optamos por menguar para que la Gloria de Dios brille dentro de nuestros corazones.