domingo, 12 de junio de 2016

EL ADULTERIO DE LA LENGUA

(Lc 7,36-8,3)


También nosotros nos preguntamos hoy por qué Dios no actua ante muchas cosas que suceden. Pensamos muy parecido a aquel fariseo cuando creemos descubrir la manera de actuar del Señor. Concluimos que si fuese Dios actuaría ante lo que está ocurriendo en el mundo. No hay mucha diferencia entre él y nosotros.

Nuestra lengua no para de adulterar la realidad y la verdad, y eso es simplemente adulterio. Porque el adulterio va más allá del sexo y la pasión descontraloda y egoísta. Y se adultera con la vista, nos decía ayer el Señor, pero también con la lengua y la critica despiadada. Hoy vemos como aquel fariseo duda de Jesús al observar que se deja perfumar y lavar sus pies por aquella pecadora adultera. Peca ya con su vista de apariencias y pensamiento.

Pero lo que verdaderamente limpia esos pecados causados por nuestros egoísmos, no son nuestras acciones exteriores y de piedad o cumplimientos, sino la intención verdadera y limpia de nuestros corazones. Es el amor sincero y verdadero el que limpia de todo pecado por la Gracia de Dios. Porque amar implica antes contricción. No puede amar quien no, antes, ha perdonado. Y, Jesús, el Señor que nos ama desde el principio, nos recibe con su Misericordia y nos perdona.

Por eso es perdonada la mujer adultera, porque, a pesar de sus pecados, ha amado mucho arrepintiéndose de sus miserias y pobreza. Ante el orgullo y la apariencia del arrogante fariseo que, quizás siendo la causa del adulterio de la mujer, se erige como un perfecto judio. 

Y el amor se concreta en las atenciones tradicionales, hechas con amor y servicio, debidas y acostumbradas a los huespedes. Que el fariseo descuida y la pecadora adultera, llevada por su amor y entrega, las ofrece si reparar gastaso ni atenciones a Jesús. Por eso, la sabiduría del Señor derramando hermosura y belleza nos dice:
 «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra».